martes, 22 de mayo de 2012

Ruta a Mananjary

Era temprano cuando salí de Maracay para subir a un viejo autobús que iba a Choroní, según había oído, uno de los lugares más bonitos de la costa venezolana.
La carretera que atraviesa la montaña zigzagueaba como una serpiente endiablada, el panorama de vegetación salvaje y acantilados que se exponían a la vista ya era el primer adelanto de belleza extraordinaria. Tardamos dos horas en llegar a Choroní, hundido en el fondo de la montaña y mirando al mar desde su bahía resguardada  por cerros arbolados y rocosos.  Llegamos con buena hora, nada más pisar el suelo fui en busca del mar.  La calle principal terminaba en la bahía, bordeada por un paseo desde donde se podía gozar de una vista maravillosa. Observé abstraído aquella magnífica visión que los  elementos de naturaleza habían reunido en aquel lugar, escuchando en el más absoluto silencio como rompían las olas contra las rocas,  el rumor del oleaje resbalando por la playa pedregosa, el murmullo del viento que soplaba doblando las copas de los árboles sobre el agua espumosa.  Los sonidos limpios y naturales formaban una perfecta sinfonía armoniosamente compenetrada con la abrupta bellaza que la vista podía captar.  En una esquina, protegido del viento y las fuertes olas, se encontraba el puerto, coincidiendo con la desembocadura del río. Caminé hasta allí para ver como llegaban los últimos barcos con sus capturas, me quedé observando como descargaban el pescado y lo cargaban en carros o vehículos para llevarlo directamente al mercado.  El colorido de las embarcaciones flotando sobre el agua verde esmeralda, añadía un componente más en aquella pictórica escena de postal.
Ascendí por una senda que llevaba a lo alto del cerro situado detrás del puerto, y me encaramé sobre unos riscos con el afán de obtener un visión más amplia del panorama que deseaba fotografiar.  Después de hacer las fotos retrocedí hasta un punto más llano y estable donde seguir disfrutando en solitario de un paraje tan excepcional.  De repente me di cuenta que no estaba solo. Justo allí al lado se hallaba una niña sentada sobre el suelo, en una mano sostenía un pescado, en la otra una botella de pepsi-cola. Detuve en ella mi mirada cuando la ví, nos miramos en silencio, le sonreí y ella me devolvió la sonrisa.  El viento agitaba su cabello negro y largo, me miraba arrugando el ceño porque le daba el sol de frente y le molestaba, como si yo fuera un intruso invadiendo su terreno. Pero simplemente me miraba con los ojos de la curiosidad. Yo también sentí la misma curiosidad, quizá más irresistible, y me acerqué a ella para preguntarle:
-¿Lo has pescado tú?  -le dije señalando su pescado.
-No, me lo dieron los pescadores  -respondió ella.
Ella supo interpretar mis deseos con manifiesta claridad, porque a continuación me dijo:
-Ven, siéntate aquí  -dijo indicándome un sitio a su lado-, se puede ver toda la bahía.
Yo obedecí.  Me senté a su lado y contemplamos juntos la bahía.  Ella empezó a darme explicaciones y decirme los nombres de las cosas que veíamos.  Yo la escuchaba, la ternura de su voz era como un hechizo entrando en mis oídos,  tenía la sensación estar entre una naturaza sublime y el efímero encuentro con un ángel.
Se llamaba Carmen, y tenía diez años.  Tenía la inocencia propia de su edad y la naturaleza con la que se expresan los niños, pero al mismo tiempo la madurez y sabiduría de una persona que hubiera vivido trescientos años. Ya desde un principio, parecía saberlo todo.
-¿Por qué no estás en la escuela?- le pregunté.
-La profesora está enferma y no quiere que le pongan una sustituta –respondió.
Dudé que fuera cierto lo que decía, pero me hizo ver desde el primer instante que Carmen tenía respuesta para todo. Manejaba una rápida habilidad para improvisar.  Dominar la situación debía ser otra de sus especialidades, pues de inmediato se puso ha  hacer planes para los dos.
-Si quieres vamos a mi casa –dijo-, allí viven mi mamá y mis dos hermanos, también tenemos cinco perros y muchos pájaros.  Yo le daré el pescado a mi mamá y después nos podemos ir a la playa, más tarde te enseñaré Choroní.
Carmen acababa de hacerse dueña de mis deseos.  Me llevó hasta su casa, donde fuimos recibidos por los perros, uno chiquito y cuatro dobermans.
-Entra tranquilo –me dijo tomándome de la mano-, estando conmigo no te harán nada.  Seguido me presentó a su familia, a los perros, a los guacamayos y a los periquitos.  Era una casa grande y extraña, con un enorme patio lleno de plantas, con gran desorden, pero acogedora.  Al rato volvió a disponer.
-Voy a ponerme el bañador, tu pasa a ese cuarto y ponte el tuyo.
Sus sugerencias eran órdenes que yo obedecía sin el menor reparo.  Antes de salir le pregunté por su padre,  él era el único al que no había mencionado.
-Él no vive con nosotros –respondió.
-Entonces tu madre tendrá que trabajar.
-No, a mi mamá le gusta ser ama de casa, a mi sin embargo me gusta trabajar fuera.
-Pero como vas tú a trabajar fuera si sólo tienes diez años –dije yo sorprendido.
De repente, cuando andábamos por la calle, alguien la llamó.
-¡Carmen!, ¿ya vendiste las arepas? –dijo preguntándole.
-Hoy no hizo mi tía –respondió ella.
Acababa de enterarme que uno de sus trabajos consistía en vender arepas, una especie de pan en forma de torta redonda preparado con harina de maíz.  Me informó a continuación que además de eso a veces también ayudaba a los pescadores y reparaba cauchos. Le dije que reparar cauchos era un trabajo de hombres mayores, pero ella me contestó que sabía hacerlo muy bien, dándome una explicación exacta de cómo reparaba un pinchazo en la rueda de un coche.
Nos dirigíamos a Playa Grande andando por el ardiente asfalto de la carretera y Carmen únicamente llevaba puesto su bañador.
-¿No te quemas los pies? –le pregunté.
-No, aunque el suelo esté muy caliente para mi es como si estuviera frío.  A veces –dijo después de un inciso- también voy a correr descalza, me va bien para tener los pies fuertes.
-¿Para qué quieres tener los pies fuertes?.
-Porque hago judo.  Y tú, ¿qué deporte haces?.
Teníamos cerca de dos kilómetros hasta la playa, de manera que en el camino íbamos hablando, Carmen me comentaba lo conveniente que era para mi que hiciera deporte. Al llegar lo primero en encontrarnos fueron unos pequeños puestos donde vendían cosas para los turistas, bisutería, conchas, cosas hechas a mano… Nos detuvimos en un puesto donde se vendía collares y otros complementos.
-Señor, ¿se puede tocar? –preguntó Carmen al dueño amablemente.
Vi que le gustaba un colgante  con un diente de tiburón y una piedra turquesa, el más bonito de todos. Pregunté cuánto costaba, el dueño me respondió que 1.600 bolívares.  Me quedé dudando, parecía algo caro.  Carmen, adivinando mis pensamientos, dijo mirándome con sus ojos color aguamarina:
-Mejor no me lo compres  -y tomándome de la mano tiró de mi hacia a la playa.
Playa Grande era la playa más bonita que yo había visto en Venezuela, e incuestionablemente con la compañía de Carmen se convertía también en el lugar más mágico.  Con su espontánea naturalidad, ella estaba siendo la principal referencia que atraía todos mis sentidos.
Escogimos un sitio en la arena para dejar mis cosas y de inmediato nos metimos al agua.  Mi mochila quedó solitaria con el pasaporte dentro, algo de dinero y otras pertenencias.  Me inquietaba dejarla allí sola mientras nosotros estábamos en el agua, pero al darse cuenta, Carmen se encargó de barrer mi preocupación.
-No te preocupes, aunque la dejaras allí todo el día, allí la tendrías.  En Choroní no hay ladrones –dijo con rotundidad.
Era extraño, no sé por qué razón con ella me sentía tranquilo, aparentaba tanta seguridad en lo que decía que convencía a la primera palabra.
Las olas venían bravas, de modo que dejarse llevar por ellas o nadar en su contra resultaba muy divertido. Yo también me convertí en un niño.
-¡Mira, mira! –me decía agitada por la emoción-, cuando venga la ola nos tiramos de espaldas.
Otras veces me decía que aguantara la ola y nos dejáramos empujar por ella flotando como un tronco, permitiendo que las olas nos impactaran y nos revolcaran con fuerza impulsándonos hasta la orilla.  Los dos gozábamos con aquel simple juego.
Una de esas veces, después de ser arrastrados hacia fuera, exhaustos por el continuado esfuerzo de luchar contra las olas, descansando arrodillados el uno frente al otro sobre la arena húmeda, me dijo de improviso quitándose un colgante que llevaba:
-Toma, para que te acuerdes de mi  –dijo colocándolo en mi cuello.
Su acto impulsivo, tan sencillo pero tan hermoso, me dejó mudo. Hablé con el corazón para darle las gracias, la voz casi me temblaba. Miré el colgante tratando de adivinar qué era, pero no supe. Ella me resolvió la incógnita.
-Es una virgencita  -me dijo.
El colgante era extremadamente simple, un hilo grueso negro y un pequeño escapulario en forma de lágrima, pero recibirlo de Carmen me llenó de una inmensa alegría.
Se hizo mediodía y le pregunté, me dijo que tenía hambre, de manera que salimos del agua, nos secamos con el sol y fuimos a comer. Acudimos al restaurante de la playa, las mesas se encontraban al exterior y allí mismo algunos pescados expuestos al natural.  El hombre que atendía el restaurante nos fue diciendo el precio que tenía cada pescado, parecían un poco caros, pero le pregunté a Carmen cuál quería.
-¿Sabes qué? –dijo ella-, no me gusta el pescado. Vamos a otro restaurante.
En busca de otro lugar me confesó que si le gustaba el pescado, pero seguramente al ser extranjero me habían pedido un precio más alto de lo debido, sólo lo dijo como excusa para que yo no me gastara tanto.
Preocupándose por mi economía y porque nadie se lucrara conmigo, Carmen me demostraba que tenía más sentido común y astucia que cualquier persona con el doble de edad.
Regresamos al pueblo y me llevó a un restaurante de allí, entramos y nos sentamos directamente, éramos los únicos clientes. Ni siquiera se encontraba el dueño, que se encontraba en la cocina abandonando el comedor.
-¡Niñogrande! –exclamó Carmen con fuerza llamando al dueño.
Al poco, un hombre de unos cincuenta años, alto y fuerte, apareció tras una cortina.
-Dime mi amor  -respondió él.
Dejé que Carmen pidiera para los dos lo que ella quisiera.  Un bistec con patatas y ensalada fue lo que pidió para cada uno. Me extrañé del trato que Carmen le daba a aquel hombre llamándolo niñogrande, no tenía nada de niño, era un hombre fuerte, serio, correcto y amable.
-Por qué lo llamas así –le pregunté.
-Todo el mundo lo llama así –respondió como si fuera algo natural.
-Pero él es una persona mayor y tú una niña, se puede enfadar si tú también lo llamas así.
-No, no se enfada  -dijo- Si lo llaman así es porque aunque es muy grande, se comporta como un niño.
El simple argumento de Carmen parecía irrebatible y, después de todo, si niñogrande no se ofendía, qué podía decir yo.  Terminamos de comer y ella sólo se había comido la ensalada y las patatas, sin embargo el enorme filete de carne tan apenas lo había probado.  Le preguntó a niñogrande si podía envolvérselo para llevárselo y él le respondió con idéntica dulzura:
-Como no, mi amor.
Salimos a la calle, la temperatura era excesivamente alta y le pregunté si le apetecía un helado, pero cuando llegamos al único sitio donde lo vendían se encontraba cerrado. En su lugar fuimos a una tienda y le compré un zumo de caja y una bolsa de patatas fritas.  Lo guardó sin abrir, comprendí por qué no quiso probar ninguna de las dos cosas cuando llegamos a su casa se lo entregó a su madre con la carne del restaurante.  Depositados los alimentos en su casa, nos fuimos a conocer Choroní.
A mi me apetecía tomar un café y me llevó a una especie de tienda-bar, le pregunté que quería para ella y volvió a escoger una caja de zumo.  Ella me preguntó si quería galletas, le dije que no, pero ella insistió aconsejándome que con el café eran buenas.  Entonces comprendí y encargue las galletas que le gustaban.  Como en el restaurante no se había comido la carne para llevársela a su madre, se había quedado con hambre.
En nuestro paseo nos encontramos a un grupo de chicos de su edad o quizá ligeramente mayores.  Uno de ellos, el más atrevido, le dijo a Carmen:
-¡Chao, mi amor!.
Ella se detuvo, se giró hacia él y visiblemente ofendida le dijo algo que le cerró la boca cortándole la sonrisa que tenía, y continuamos caminando.  Sorprendido por su carácter, le pregunté por qué le había respondido de aquella manera si allí todo el mundo decía mi amor.
-Porque él no es mi amigo y me tiene que guardar respeto, por eso no le permito que me diga mi amor.
Estaba muy claro, sólo yo era el único que no había entendido la diferencia en la intención de decirlo. Sin embargo, esa implacable dureza fue sustituida de inmediato por una generosidad y ternura admirables al encontrarnos acto seguido con otros tres chicos, esta vez ligeramente menores que ella, sentados sobre la pilastra de un puente.  Con un gesto de timidez, uno de ellos le pidió de su zumo.
-Toma –dijo ella extendiendo su brazo-, acábatelo.
Habíamos dejado el pueblo ascendiendo por la carretera, nos alejamos quizá un kilómetro y luego volvimos a descender. Nos sentamos a descansar un poco en unas piedras junto al río.  Desde allí escuchábamos las bocinas de algunos coches y camiones.  Carmen estiró el cuello notando que algo pasaba. Se levantó y subió a la carretera.  Yo la seguí. Por el centro de la carretera iba una mujer joven, sin apartarse aunque los coches le pitaran.  Carmen se le acercó, habló con ella y cogiéndola por la cintura la llevó a un lado de la carretera. Continuó un rato caminando a su lado, acompañándola y hablándole, luego regresó conmigo.  Entonces me explicó:
-¿Sabes?, la pobre está loca.  Su marido se le llevó al hijo y desde ese momento se volvió loca.  Después perdió el trabajo, la casa y nadie le habla.  Yo creo que anda por el medio de la carretera porque quiere que la atropellen.
Carmen volvía a dejarme sin palabras, había en ella tanto amor y comprensión. 
Era simplemente una niña, aunque de no ser por la edad, nada lo hubiera delatado. Se expresaba con la ternura de los niños y actuaba con el sentido común de los adultos. Con qué facilidad se ganaba a unos y otros. Cuando nos cruzábamos con gente quedaba patente el aprecio que sentían por ella, la trataban con el cariño y el respeto dignos de una princesa.  Le pregunté por sus amigos, la imaginaba allí donde estuviera el centro de atención, con sus amigos, sus vecinos, en la escuela o en cualquier reunión.
-Sí –dijo-, tengo muchos amigos, pero tú eres el mejor.
Incluso halagando, no tenía comparación.
-No puedo creerte –le respondí.
-Es verdad, tú eres mi mejor amigo.
-Eso no es posible, nos hemos conocido hoy mismo.
-No importa.
-Estoy seguro que tienes  mejores amigos que yo.
-Bueno –dijo ella como conclusión-, hasta hoy nunca le había regalado a nadie mi virgencita.
Verdaderamente, a cada momento Carmen levantaba más admiración en mi.  Y no sólo admiración, también un enorme afecto.
-Te voy a enseñar una casa muy bonita, tiene piscina y un jardín muy grande –dijo de repente cambiando de tema.
Por el camino me explicó que a ella le gustaría tener una casa con piscina, era su pequeño sueño. Yo pensé que se refería a enseñarme la casa por fuera, pero no, cuando llegamos me llevó dentro.  Un pastor alemán con aspecto poco amigable vino a nuestro encuentro, yo me detuve con temor, pero Carmen lo llamó por su nombre, lo acarició y el perro se volvió amistoso.  Sin duda la conocía bien.  Luego atravesamos el jardín hasta la piscina, que se encontraba delante de la casa.
-Mira –dijo haciendo un movimiento en sentido circular con la vista-, ¿te gusta?
Sin casi tiempo a darle una respuesta, al ver una señora que debía ser una empleada le dijo que le hiciera el favor llamar a Roll.
Roll era un alemán que ya pasaba de los cincuenta, dueño de la casa.  Al parecer él y Carmen eran buenos amigos.  No me extrañó, de Carmen ya no podía extrañarme nada.  Nos presentó y hablamos un poco, después nos marchamos.
Le pregunté por Roll cuando de nuevo caminábamos a solas.
-Es un buen hombre, hace su vida y es bien respetado por todos.  En cambio su mujer, Kenia, no es de fiar.
-¿Por qué lo dices? –le pregunté.
-Querría que Roll se gastara todo el dinero para ella.
-¿Kenia es venezolana?
-Sí
-¿Y por qué no te fías de ella?.
-Cuando vengo siempre la veo quejarse, le molesta que Roll no tenga toda la atención para ella.
-Será que tiene celos de ti  -dije yo.
-Kenia es egoísta  -me respondió.
Para confirmarme lo que decía, me dio un ejemplo.
-Mira, Roll nos había invitado a una amiga y a mi a comer en un restaurante, cuando le preguntaba a Kenia para ir siempre ponía inconvenientes, como Roll se dio cuenta que en realidad no quería que se gastara el dinero con nosotras, al fin dijo Roll un día: pues vamos hoy.  Y además nos llevó al mejor restaurante de Choroní. Cenando, Kenia solo hacía que quejarse de todo, hasta que Roll le dijo: por favor, salte de la mesa, que quiero comer en paz.
-Y Kenia, ¿cuántos años tiene? –le pregunté.
-Unos veintitantos.
Carmen hizo una pausa y luego añadió:
-Si es que a Kenia no le para Roll, a Kenia le paran los reales de Roll.
Parecía evidente que Carmen había perdido su inocencia demasiado temprano, pero no era del todo cierto, Carmen lo tenía todo, lo normal y lo extraordinario.  Quizá la diferencia que la distinguía es que nadie alcanzaba a ser tan excepcional como ella.  Tenía la exclusiva virtud de ser mayor cuando estaba con adultos y ser niña cuando estaba con niños.  Su edad aún era demasiado corta como para poder ocultar las reacciones espontáneas que albergaba su inocencia. Regresamos al río cerca de su casa, empeñada en que debía bañarme para quitarme la sal del mar.  Alli en un remanso de agua se encontraban otros niños de su edad, incluidos sus dos hermanos, jugando en el agua. Eso hizo que volviera a ser allí la niña que su edad aparentaba, mezclándose y divirtiéndose con ellos, llamando continuamente mi atención para que viera como se lanzaba al agua desde lo alto de una piedra dando una voltereta en el aire, o sumergiéndose bajo el agua para que viera cuanto era capaz de aguantar la respiración.  Por supuesto no podía evitar ser quien llevara la voz cantante del grupo, a uno lo llamaba animal porque se tiraba a lo bestia donde había niños pequeños, a otro gordito lo llamaba albóndiga con patas, a su hermana de cinco años la enseñaba a nadar, a mi me empujaba para que volviera al agua si me veía fuera de ella.  No paraba de gritar y de reír. En ese momento, también yo me sentía como un niño.
Antes de partir de regreso a Maracay, fuimos a una tienda y allí compramos unos refrescos y unas golosinas para ella y sus hermanos.
-Para mamá deberíamos llevar algo también –me sugirió Carmen.
-desde luego –dije yo-, ¿qué le llevamos, otro refresco?
-No, creo que mi madre preferirá que le llevemos pan.
Carmen no dejaba de demostrarme su sutileza y la divinidad de su corazón.
Llegaba la hora de mi regreso y me preguntó que por qué no me quedaba.
-Tengo que volver a Maracay, tengo mi hotel allí.  Además ya casi no me queda dinero.
-Mejor –contestó ella-, así te quedas en mi casa.
-De verdad que no puedo
-Entonces, ¿cuándo volverás?.
-Me gustaría volver, pero aún no se cuando.
-Yo te esperaré –me respondió.
-En realidad, no estoy del todo seguro que pueda volver.
-Yo te esperaré –repitió sin apartar la mirada de mis ojos.
-Es que aunque pueda volver, no creo que sea antes de un año.
Yo te esperaré.
Hablaba con tanta rotundidad que no dejaba la menor duda en lo que decía. La espontánea sinceridad de sus palabras llenaban de emoción mis sentimientos en aquel momento. La enorme dicha de haber conocido a Carmen aumentaba ahora la tristeza de tener que marchar.  Antes de subir al autobús le di los últimos bolívares que me quedaban para que se comprara el colgante de diente de tiburón con turquesa que le había gustado.  Para que te acuerdes de mi, le dije.
-Yo no te voy a olvidar –respondió convencida, consiguiendo arrancarme la promesa de que volvería a Choroní.
Para aliviar con una sonrisa la pena de nuestra despedida, incluso supo hacer una broma:
-Pero cuando vuelvas –dijo-, no te traigas más de diez mil bolivares, que te los gastas.
Nos despedimos con la vista inclinada al suelo, mientras ella seguía siendo la dueña de las palabras más bonitas.
-Esta noche soñaré que viajamos juntos en el mar y luchamos juntos contra los piratas –dijo con su voz cálida esponjosa de niña.
Cuando estuve en mi asiento del autobús me incorporé para asomar la cabeza por la ventana.  Carmen se hallaba justo debajo, nos miramos emitiendo una sonrisa forzada y, cuando el autobús estaba a punto de arrancar, nos cogimos de la mano. Entonces ella me dijo algo que aún resuena en mis oídos:
-Ya te estoy extrañando.
Viaje en Venezuela, año 1.995
Marco Pascual